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martes, noviembre 07, 2006

La mujer del Jardín de Hojas.

El viento soplaba por mi ventana, mudo y húmedo. ¿Cuánto tiempo llevaba en ese lugar? ¿Y cuanto estaba dispuesto a quedarme? La verdad no lo sabía, pero tarde o temprano me encontrarían de algún u otro modo. Así que cogí mi querido ‘Campos de Castilla’ y salí de aquellas cuatro paredes llenas de recuerdos.
Camine largamente por las callejas en busca de un lugar que me deleitara el alma y tranquilizara el corazón.
Las hojas advertían ya la caída del otoño y el Sol iba extinguiendo sus últimos resquicios de calor de verano. Ahí entre sombras de los árboles y el roce de mis zapatos rasgaban las hojas, decidí sentarme y comenzar a leer, en voz muy bajita como si no quisiera molestar con mi presencia a los habitantes milenarios de aquel recóndito y hermoso lugar.
Absorto en los versos de mí buen amigo Machado, note nuevamente una sensación a la vez extraña y conocida de aquellas que advierten que ocurrirá algo antes que ocurra. Entonces levante la mirada al frente, ahí estaba, ella con sus nobles andares y su largo vestido blanco, hermosa equiparable a una virgen, sus grandes y cristalinos ojos que eclipsaban al mismísimo mar que quitaban el aliento, su larga melena negra con el distinguido roce del viento y aquellos maravillosos labios carnosos y rojizos que hablaban del pecado como si a Dios no le importara, entonces un suave roce de luz araño sus vestiduras y desapareció tal y como había aparecido sin hacer ningún acto de presencia, como si lo que hubiera deleitado a mis ojos durante unos segundos jamás hubiera existido o tal vez fuera un fantasma del pasado que caminaba perdido aun entre sombras de aquel maravilloso jardín de hojas.
A partir de aquel momento mi cuerpo muerto por un instante recupero el aura y la conciencia y decidí irme de aquella extraña estampa que me había glorificado con su noble e insólita compañía.